sábado, 3 de marzo de 2012

Invierno en primavera

Sombríos días. Eran como el otoño a inicios del verano, como un invierno injusto en vez de primavera. Como un oscurecer a plena luz. El verde se apagaba durante muchas horas y la humedad entraba por patios y jardines, inundando las capas de la naturaleza. Era como otro día distinto a media tarde, como otra tarde extraña de terrible pereza entre las flores jóvenes, las brotes casi a punto y el silbo de los pájaros. Nosotros los sabíamos siempre muy de antemano, observando la mar y el color de unas nubes verticales y densas. Invierno en primavera, preludio de un verano entero entre la bruma.

Cuando venía la trona y nada era posible más que dormir la siesta, las casas silenciaban después de la comida y allegaban ventanas y cerraban las puertas y entonces me cegaba una angustia gigante, me entraba aquella fiebre que a veces me invadía al pensar en la escuela. Era como una estancia en el hastío, como un lento transcurso en una sala enferma. Orvallaba y estallaban los truenos furibundos y se oía el chasquido de los charcos cruzados por los carros que regresaban, chorreantes, cargados de vallico y blanda hierba. Y se pudrían los frutos que prometían los árboles y se caían los pétalos de las rosas más nuevas.

Durante nueve días, cada tarde más tarde, se repetían relámpagos, chubascos y condena. La negrura asomaba su lentitud altiva y avanzaba tapando la inmensidad del cielo. Era como una sombra poderosa en mitad de una época hermosa de la vida. Los arbustos quedaban parrados por el agua y con el agua olía el calor de la tierra, como a humo muy viejo, como a alas de niebla. Y enmudecían los grillos primeros que ensayaban y se llenaba el mundo de tardos caracoles y salían los sapos a morir aplastados a lo largo y lo ancho de cualquier carretera.

Durante nueve tardes los rayos temerosos y el ruego a santa Bárbara, al pie de la cocina, con hojas de laurel quemadas en la chapa y la voz temblorosa de las tías abuelas: ora pro nobis…, que en el cielo estás escrita…, con papel y agua bendita..., amén. Era como un continuo ocaso, como un miedo constante, como una amenaza de cara a la niñez. Como una metáfora que barruntara ya: esto es nada, verás lo que te aguarda, aguarda lo que espera.

Escampaba después de mucho rato, a la hora de la cena. Los plomos se fundían casi siempre y mi padre cambiaba unos hilos de cobre chamuscados, lamentando que apenas veía ya de cerca. Era como un invierno muy ingrato a la entrada impaciente de nuestra adolescencia. Como una sensación de estar acorralados, hundidos en una noche extraña, en un exilio largo, en una luctuosa temporada a principios de aquellas primaveras.

(La Voz de Asturias, 3-03-2012)