miércoles, 29 de febrero de 2012

Falsa primavera

 Coleccionista de materias muy frágiles


Fotografía: AGO, Bañugues, verano 2010.

Cuando llega este tiempo de falsa primavera y un petirrojo viene cada mañana a verme, cuando brotan de pronto los árboles del parque y marzo apunta ya con sus balas de savia y es invierno pero hay una brisa muy nueva y una limpia tristeza en la luz muy reciente, la vida espolvorea aromas entrañables, colores muy cercanos, instantes como sed que mana y apetece y se escuchan recreos con gritos de los niños y se llenan los bancos de amor adolescente.

Cuando rompe el calor sus urnas y se expande, recuerdo emocionantes incursiones campestres: los prados comenzaban a poblarse de mayas y de eléboros y nos gustaba mucho echarnos a rodar, por más que nos reñían por mancharnos la ropa con el jugo del verde. Nos gustaba buscar los grillos prematuros y brillantes insectos y descubrir toperas por entre el tierno césped. Y adivinar en dónde anidarían las pegas y dónde esconderían las gatas sus camadas, en qué hueco del muro o en qué sebe. Nos gustaba encontrar camisas de culebras, charcos con renacuajos nerviosos y tritones; y plantas diminutas de las fresas silvestres.

Cuando veo los narcisos en las veredas húmedas y escucho el discurrir de alguna fuente. Cuando por los caminos las prímulas motean el paisaje con su dorado joven y raudas lagartijas escapan de mis pies y el aire duele, me acerco a los lejanos dominios de mí mismo, a las surcadas rutas imposibles, a queridos espacios de espinos y bardales, higueras y laureles. Me asomo a las afueras de lo que soy ahora y corro cuesta abajo con los brazos abiertos, persigo una cometa con forma de serpiente. O bajo hasta la mar y atrapo por las pozas diminutas quisquillas, conchas muy desgastadas, esqueletos de peces.

Cuando arriba el buen tiempo y observo el cielo nítido y las tardes son lentas y radiantes y enrojece con más calma el poniente. Cuando los pueblos huelen a merienda de madre y al jabón de la ropa y padre que regresa con cansancio a la espalda y el horizonte acopia el soplo del nordeste, son más míos que nunca el canto de los gallos, las gaviotas, las olas, y el tallo del silencio y sus esquejes. Me pertenecen menos las cosas de este mundo, pero soy más un poco aquello de otras veces: soy un coleccionista de materias muy frágiles, un cazador furtivo de imágenes endebles.

(La Nueva España, 29-02-2012)

miércoles, 15 de febrero de 2012

Pertinaz pasado

Momentos en que retumba el obstinado martilleo del tiempo pretérito

Aquellos años vienen a veces en los pájaros, en los mirlos que bullen entre la sebe espesa, en la indefensa urraca que reaviva los bosques. O en estas mañanas en que amenaza nieve. O en los árboles viejos, desnudos como el mundo, o en los cables que llevan la luz a las aldeas. Llegan en el olor de alguna cuadra en pie, donde aún mugen vacas y se ordeña la leche. En el pitido huérfano de un panadero que anda de pueblo en pueblo. O sobre el limonero rodeado de plástico. Y el carretillo quiero junto a un bidón con agua o inestables estacas de rediles y establos y otros tenderetes.

O nos asaltan lánguidos desde los ventanales de una fábrica en ruinas, desde los castilletes de una mina parada o un tendal en el huerto donde baten, blanquísimos, sábanas y manteles. O surgen del aliento humilde de la sopa exquisita, de una cena que impregna las cocinas de aromas muy antiguos y sanos. Del perejil que aún no ha desparecido enraizado al muro o de lentas rodadas que recuerdan el carro tirado por los bueyes. Aparecen de pronto, al abrir los armarios, enganchados a un traje de los antepasados; en cualquier alacena o cofre insospechado; o en una bocanada del humo del carbón o sobre el fogonazo cuando quema el aceite.

Aquellos años quedan en nosotros prendidos como un sueño tenaz que trasciende la noche. Y de pronto una tarde, al cruzar un paisaje, te acomete el murmullo de una escondida fuente. Y escuchas cómo lavan las madres nuestras prendas, con ateridas manos y grasientos jabones, y restriegan y aclaran, presionan y retuercen. Al entrar en el fresco de alguna iglesia sola, la cera te aproxima a las sombras frecuentes de las noches de invierno, cuando la luz se iba y volaban las tejas y rugía la voz de la intemperie. O al pisar sobre un charco helado de febrero y sentir cómo cruje la intacta transparencia del agua detenida. Quedan cogidos a nosotros como una criatura que teme separarse y disolverse.

Y se hace imposible desasirse del todo de su rastro impreciso. Porque aún somos bastante de aquello que hemos sido. Somos lo mismo siempre, desde siempre y por siempre: algún miedo crecido, algún instinto oculto, algún trayecto a medias. Pero siempre lo mismo: pasado de pasado, pasado de futuro, prejuicio de pretérito en presente.

(La Nueva España, 15-02-2012)

Fotografía: Kerényi Zoltán

jueves, 2 de febrero de 2012

Amén

Catálogo de buenas y peregrinas razones para rezar

Había que rezar todas las noches. Rezando pasé más de media vida. Miles de «padresnuestros» a la semana, cientos de salves, credos y «avesmarías». Rezando entraba siempre en las iglesias, cuyas frías paredes me hacían cárceles y pozos, y rezando quedaba luego siempre, al salir, pecador, de cualquier confesión tras aquellas funestas celosías. Unos días por haberme explorado tanto el cuerpo y haberme tanteado, otras tardes por haber escondido el tabaco y la mecha detrás del paragüero de la sacristía. Un domingo por llegar tarde a mi deber de hacer de monaguillo o robar cuatro hostias de la bolsa que había con muchísimas. Otro lunes por no dar buenas tardes al cura ni a los guardias o por ser un mirón en la hora del recreo y espiar en el baño de las crías.

Recé noches enteras para espantar la guerra, pues los mayores estaban convencidos de que pronto vendría y arrasaría con todos y con todo y el mundo acabaría. Para que no se repitiera aquel diluvio que traía el catecismo y que salía en los cromos y en las enciclopedias y en los largos dictados de La Biblia, con una barca en medio del océano que cubría la tierra y un árbol casi hundido y rayos en el cielo y unas tristes jirafas que embarcaban y una ola gigante que rugía. Para que no parara ningún coche, en el trayecto a casa, y no me secuestraran o chuparan la sangre o me enterraran vivo en cualquier bocamina. Recé por si las moscas, por si por la mañana el maestro iba a estar de mala uva y sacarme a sumar a la pizarra o hacer una raíz o una división muy retorcida. Recé para evitarlo, para que al despertarme hubiera una nevada que impidiera salir, para que me dolieran la pierna o el estómago un poco de mentira.

Recé para que dios no llamara a los míos y me dejara huérfano como a todos los niños de todas las películas. Y para que los vándalos que empezaban entonces a explosionar los coches y matar a la gente quedaran en la cárcel, esposados y solos, comiendo pan y hormigas. Recé por el verdín en el pantalón nuevo, punteras de paraguas y botas descosidas. Y para que una vez, al menos una, me tocara algún premio en los chicles de «Koyak» o un «Tigretón» gratis o ganara jugando a las canicas. Recé, -perdón-, recé más que un coro de curas y muchas hermanitas. 

(La Nueva España, 1-02-2012)