Fotografía: Labidú.
Ilusiones sencillas, esperanzas pequeñas, días iluminados por la luz de algún sueño que no se cumplirá, mas nos tiene despiertos. Atardeceres hondos y madres que nos llaman y fragancia de higueras. Marineros que llegan con las cestas repletas de refulgentes peces sobre camas de helecho. Obreros que circulan en bici con dinamo y gesto de cansancio y pinzas de la ropa en las perneras. El bullicio en los chigres, sus mostradores largos, donde se habla de todo, aunque nada se diga. La noche y su cobijo, la grata compañía de los seres queridos y la sabrosa cena.
La quietud del presente, su extensión perdurable, el futuro que apenas se concibe ni inquieta. Hortalizas robustas, frutas deliciosísimas que penden de las ramas, rocío en su volumen. Labradores serenos con manos como azadas y piel como paciencia. Ganado manso y lento. Pueblos con casas llenas. Aldeas revividas, paredones y fincas. Paredes encaladas. Caminos con destino. Niños cuyo alboroto despierta a las estrellas.
Echo de menos todo. Como un hombre que añora lo que pierde. Como un hombre que busca lo que falta. Como un perseguidor de las ausencias. Echo de menos luz. La claridad con la que despertaba. La candidez con la que amanecía. El sentimiento con el que me adormecía. Echo de menos el grillo y la luciérnaga. La mansedumbre de los animales. El autobús de línea y la belleza. Echo de menos paz, verdad y amor. Una verdad que aún no sea mentira. Echo de menos sed (y no me falta el agua). Huir de la costumbre. Salir de los patrones. Echo de menos un abrazo entero. Y una palabra hermosa cada día. Sentir. Sentir un corazón. Sentir a Dios, de nuevo y para siempre, en la naturaleza.