sábado, 27 de agosto de 2016

La hora de las gaviotas (y otros poemas): un libro para las dos orillas



La hora de las gaviotas (y otros poemas)
Aurelio González Ovies
Enlace Editorial
Bogotá, 2016

Un libro para las dos orillas


Esta nueva edición americana de La hora de las gaviotas, del poeta asturiano Aurelio González Ovies  está constituida por el libro que obtuviera  en 1992  el Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez y por una selección de poemas que ha hecho el autor pensando en los jóvenes de Hispanoamérica.

Un nueva hora suena en estas páginas para el lenguaje y la sensibilidad. El amor y la separación, los seres entrañables, la sencillez de las cosas de todos los días, el mar y las gaviotas se nos develan como recién surgidos del sueño de un joven. Un ser humano que aprende a sentir y a dolerse, a valorar la fugacidad de la belleza, a aquilatar la fuerza avasalladora del amor y a deletrear la soledad.
En La hora de las gaviotas todos podemos sentirnos jóvenes de nuevo, enamorados y ausentes, abandonados y solos pero...

hay luna y estrellas
y la noche está quieta como un árbol.

Nos duele la ausencia, nos traspasa el recuerdo, pero ahí está el mundo con su belleza y su ser pleno, su infatigable promesa de reencuentro:

Volverás en verano
y encalaremos juntos la fachada del tiempo.
Aquí todo envejece a ritmo campesino
y te echamos de menos cuando tus rosas
revientan como un tiro de sangre.

El ritmo de La hora de las gaviotas nos devuelve, a nosotros, seres desencajados de la naturaleza, a la pulsación de los orígenes, al parpadeo de las estrellas y a la vivencia del alba. Devuelve un mundo que ha sido amortiguado bajo el asfalto, que ha sido oscurecido a golpe de luces artificiales. Restituye un sentir hondo que ha sido amordazado y diluido en la vacuidad de las relaciones y convenciones de pantalla. 

En La hora de las gaviotas, todo está encendido: el tiempo, la luna, el amor y la muerte. El Hombre. Todo está por entero: la noche y sus estrellas y el adiós definitivo de los que se han querido y tienen que separarse. Y de los versos desciende, majestuoso, el recuerdo y al paso de las palabras el alma, que es la que está leyendo estos poemas, comprende que está asomada al infinito y se asombra y enmudece ante tanta grandeza que es también su origen y a la que está en principio destinada.

En lo personal, pienso que nadie debería perderse la felicidad inmensa de leer la poesía de Aurelio González Ovies. De tener la oportunidad de convertirse a ella, a la humanidad que es y que propone. Y que es una fortuna que La hora de las gaviotas haya sido reeditada en Colombia. Que sea posible adquirir el libro, tenerlo en las manos, perderse en sus versos para encontrarse renacido y humano. Que toda esa Luz y ese sabor marino del Cabo Peñas y el Mar Cantábrico, que toda esa Verdad en la que no ha cesado de vivir, creer y crear el poeta asturiano sea también y para siempre parte de nosotros. 
María García Esperón



miércoles, 24 de abril de 2013

De libris

Todo lo que saben y hacen los libros


Conocen la vida mejor que nosotros. Y hay seres humanos menos verdaderos. Pronuncian belleza cuando es necesario y mienten más noble que cualquier mentira. Visitan a presos y saben sus penas y conocen todos sus remordimientos. Y nos corroboran las desconfianzas. Y nos contradicen en las obsesiones. Y construyen reinos y soberanías y países justos que no decepcionan y tierras felices como antiguamente. Derriban argucias de los mandatarios. Denuncian metáforas de timo y veneno. Y nos trazan rutas por los arquetipos y nos embelesan con sus perspectivas y nos encarrilan en sus contingencias o nos amilanan con sus contratiempos.


Difunden ternura, desprenden rencor. Asumen las culpas, corrigen los traumas, inventan paisajes, reconstruyen llamas. Son como la voz, ráfaga espontánea, trasluz desde el alma hasta el pensamiento. Son en cada página libres y capaces. Se escapan del mundo, huyen de sus lindes, conquistan el siempre. Visitan las ruinas, describen sus mármoles, entran en sonoros palacios del tiempo. Pasan sin reparo del hoy al mañana, bajan al ayer sin nostalgia alguna y beben su aroma y besan sus hules y abren sus balcones, se asoman al humo y abrazan el hálito de prendas queridas, tientan el espacio de todos los muertos.


Deciden finales que la vida oculta, descartan congojas que el destino tensa; acortan el hilo de los desconsuelos, extienden las épocas de amor desmedido. Poseen registros como la memoria y desencadenan subjetividades. Serenan las horas con palabras dóciles, excitan las púas de los sentimientos. Abren miradores jamás concebidos, permiten acceso a lo inexistente. Responden a enigmas, desentrañan miedos, emiten reflejos que te identifican, confiesan reparos que nos avergüenzan. Son madres nutricias, experiencia en alza, aspas poderosas, sagaces espías. Intuyen el ánimo. Saben del silencio.


Toleran, respetan, acogen las manos de cualquier extraño, veneran lo blanco y adoran lo negro. Indagan porqués, comparten carencias, sacian ansiedades, alivian el llanto, ceden emociones. Hablan los idiomas de todos los términos. Quedan en nosotros, penetran muy hondo, marcan un transcurso, un día preciso y los recordamos como algo muy nuestro. Duplican los seres y las existencias, facilitan tránsitos y mapas lejanos, rescatan sabores y predicen éxodos. Bendicen la paz con ritos arcaicos, improvisan templos para los poemas, preservan los pueblos con versos eternos. Curan con sus fábulas, adormecen, cuentan lo que pasa, sueñan lo que falta, lo mismo que un lloro, igual que un deseo. Salvaguardan nombres, costumbres, esencias. Mantienen los rasgos de lo primigenio.

(La Nueva España, 24-3-2013)

miércoles, 10 de abril de 2013

Ubi erunt?

Preguntas al aire en busca de respuestas


Qué habrá sido de todo lo que ha sido? ¿Y aquello que no fue en dónde permanece? ¿Qué de los nombres que ardían cuando los pronunciábamos; de los brazos que abrían tan pronto el sol brotaba, de los presentimientos abatidos? ¿Qué muere cuando se muere? ¿Quién abre las imponentes compuertas del dolor? ¿Quién habita en el luto; quién sobre la superficie del olvido? ¿Dónde queda el paisaje que miramos, dónde las estaciones desprovistas? ¿Quién ocupa los sueños que movemos, quién la vida que hasta entonces vivimos?

Lo que la noche encubre, ¿dónde se manifiesta, cuándo materializa sus designios? ¿Cómo será, a la luz, lo que no imaginamos? ¿Cómo la sombra de lo más transparente? ¿Qué perfil mostrará el futuro más próximo? ¿Si el silencio sonara, qué obraría en cada instante, qué en cada pensamiento; cuántas palabras nuevas, cuántos callados gritos? ¿Nos parecemos algo a lo que deseamos; nos acercamos más a lo que aborrecemos o a lo que perseguimos? ¿Quién dictamina nuestras voluntades; quién endereza nuestras decisiones; quién fragua nuestros credos; quién da capacidad a nuestros silogismos?

¿Quién sabe ciertamente a qué ha venido y por qué ha de partir y el qué de mientras tanto y el para qué desde un principio? ¿Merecerá la pena reconocerse nieve? ¿Ser roca es más intenso? ¿Es más larga la espera que la costumbre? ¿Más profunda la herida que el entusiasmo? ¿Menos punzante la distancia que el cariño? ¿Cuánto mide el amor; quién traza sus volúmenes, quién pule sus costuras, quién decide sus dunas y sus siglos? ¿Por qué la libertad y el amor no armonizan? ¿Por qué no se acompasan sus agujas? ¿Y el odio dónde incuba? ¿Por qué no desguarnece? ¿Quién sigue apadrinando sus fases monstruosas, sus rizomas endémicos? ¿Quién diseña sus rutas, quién lima sus cuchillos?

¿Cómo será el ser un ser inexistente, siempre lejos de ti, siempre vacío constante, siempre impresión de espíritu? ¿Qué llevaré en los ojos, con qué imagen iré a las amplias regiones de la nada? ¿Qué pensará la música cuando nos separemos; y qué la luna y los espacios, qué la indiferencia de la mar y los ríos? ¿Qué sucede al otro lado de la soledad; quién dicta su mudez, quién sostiene sus murales de humo? ¿Dónde se pierde el contorno del mundo, a qué altura no se percibe la angustia de la tierra? ¿Qué nos sucedería sin memoria, qué sería de las cosas sin olvido?

(La Nueva España, 10-4-2013)

martes, 19 de marzo de 2013

Albacea de nosotros


Cuando la primavera no pueda volver ya, que alguien grite cómo eran estos campos a mediados de marzo, cuando el sol se apasiona y en la luz se desgrana un estremecimiento parecido al amor y sus deseos. Que alguien lea en voz alta el gozo de los pájaros al despertar el día y disperse los nombres de los frutos primeros. Que alguien pose la púrpura del pruno y los cerezos en las formas del aire y declame el aroma de la paz que el manzano encomienda a sus flores. Que se escuchen el oro y la fosforescencia de las prímulas nuevas y en los caminos vibren ecos del labrantío y del estiércol.

Que alguien lleve alegría a los condados cuando no sea posible que broten los sanjuanes, el laurel y el saúco; cuando sea impensable que aniden los jilgueros. Y escriba el centelleo del agua que desciende de las cumbres nevadas todavía. Y divulgue el chasquido del espino bajo el calor intenso. Que no dejen de oírse las verdades que ahora enuncian los pinares ni las vastas metáforas de la mar desbocada. Ni el horizonte tímido, con su idioma quimérico. Ni callen los galopes del nordeste intranquilo ni el alto pentagrama de las aves que vuelan, exhaustas, desde Túnez. Ni el rebaño lozano que pasta el césped tierno.

Cuando no nazcan rosas porque ha muerto la estirpe de las rosas que no falten adverbios encarnados que testimonien siempre su prestancia. No se ausenten del todo ni el alivio del lirio ni el cardo solitario ni el mentol del romero. Ni las inestimables miniaturas que puntean la belleza: la violeta, el hisopo, las malvas, las espuelas, el llantén, las verónicas, el trébol y el eléboro. Que algún propagador se pronuncie albacea de la serenidad de aquellas tardes de grillos pertinaces y cielo inmenso. Y pueda referir la miel que aún respiro cada vez que lo evoco y lo siento tan lejos.

Que insista siempre alguien, que alguien preconice el esplendor ingente que iluminó estos siglos, que reincida alguien en tanta perfección, en tan gran libertad y en tanto menosprecio. Que no se hunda el firme de tanta exactitud, que no desaparezcan los atlas de la niebla ni el nácar del rocío ni el clima saludable ni sus muchos linderos. Que exalten la pureza de lo que no intentamos mirar con obediencia, de lo que no quisimos querer con lealtad, de lo que no supimos respetar con respeto.

(La Nueva España, 16-3-2013)

viernes, 15 de marzo de 2013

Sobre la superficie


Sobre la superficie
de las cosas
se va posando
el tacto
de las manos
y hacemos nuestro
instante el instante que pasa:

vacío, soledad incertidumbre sombra. Nada.

lunes, 4 de marzo de 2013

De lo que echo de menos


Fotografía: Labidú.

La vida verdadera, la vida que vivía, con las tardes sin prisas y el manzano florido en medio de la huerta. Las mañanas de marzo, con la mar muy tranquila y la bruma marchando despaciosa hacia el norte. El furgón del lechero, madrugador y alegre, que nos saluda a todos camino de la escuela. La voz del panadero, que grita desde lejos pan caliente y borona. Los cantos en las cuadras, con la luz encendida, mientras limpian las vacas y les dan alimento y las ordeñan. El olor a cocido que todos los hogares desprenden muy temprano.  El solo afilador, que afila los cuchillos y remacha sartenes y arregla las cazuelas. Los prados habitados, en cualquier estación. Las sílabas del aire por entre la cintura de la hierba.

Ilusiones sencillas, esperanzas pequeñas, días iluminados por la luz de algún sueño que no se cumplirá, mas nos tiene despiertos. Atardeceres hondos y madres que nos llaman y fragancia de higueras. Marineros que llegan con las cestas repletas de refulgentes peces sobre camas de helecho. Obreros que circulan en bici con dinamo y gesto de cansancio y pinzas de la ropa en las perneras. El bullicio en los chigres, sus mostradores largos, donde se habla de todo, aunque nada se diga. La noche y su cobijo, la grata compañía de los seres queridos y la sabrosa cena.

La quietud del presente, su extensión perdurable, el futuro que apenas se concibe ni inquieta. Hortalizas robustas, frutas deliciosísimas que penden de las ramas, rocío en su volumen. Labradores serenos con manos como azadas y piel como paciencia. Ganado manso y lento. Pueblos con casas llenas. Aldeas revividas, paredones y fincas. Paredes encaladas. Caminos con destino. Niños cuyo alboroto despierta a las estrellas.

Echo de menos todo. Como un hombre que añora lo que pierde. Como un hombre que busca lo que falta. Como un perseguidor de las ausencias. Echo de menos luz. La claridad con la que despertaba. La candidez con la que amanecía. El sentimiento con el que me adormecía. Echo de menos el grillo y la luciérnaga. La mansedumbre de los animales. El autobús de línea y la belleza. Echo de menos paz, verdad y amor. Una verdad que aún no sea mentira. Echo de menos sed (y no me falta el agua). Huir de la costumbre. Salir de los patrones. Echo de menos un abrazo entero. Y una palabra hermosa cada día. Sentir. Sentir un corazón. Sentir a Dios, de nuevo y para siempre, en la naturaleza.

miércoles, 6 de febrero de 2013

La casa, sin ti


Para "Argos"

Catorce años juntos, de noche a mañana. Qué días brillantes vistos desde ahora. Fue todo muy rápido, más de lo esperado. Llegó la vejez e invadió tu cuerpo. Se metió en tus huesos, contagió tus órganos, robó el equilibrio de tus blandas patas. Fue todo muy pronto, más de lo previsto. Todos los rincones quedaron desiertos. Quedaron muy solas todas las estancias. Dejaste el vacío que deja un humano, lo mismo que un ser de los que nos quieren, como una persona de las que se aman.


Es todo distinto, así de repente. Nada se parece a lo que eras tú. Te echaron de menos hasta las persianas, y la luz del día sobre el limonero y la mesa vieja del mosaico azul y tu olivo amigo, que mira a la calle y el tiesto de barro sobre el que meabas. Te querían las puertas y los azulejos y la estantería y el lomo del libro que tanto mordiste y la voz del timbre y el sabor del pan y el lápiz de goma y el nudo de hilos y la colchoneta en la que soñabas. Todo es diferente, aunque sea lo mismo. Llenabas el mundo con tus rizos negros, con tus cejas blancas encendías la casa.


Te añoran los brezos, las sillas y el toldo. Todo te requiere, fuera, en la terraza. Te evocan los brotes que caen del camelio y las hojas secas que tira la adelfa. Y la regadera y el sanjuán de abajo. Y algún abejorro que vuela hasta al polen joven del narciso. Y el jazmín que cuelga junto a la ventana. Y las escaleras que subiste a diario. Y el color del cielo, al caer la tarde. Y el rumor del mundo, en torno a la noche. Y la intimidad que inflaman las lámparas. Dejaste una herida grande, muy profunda, como la que se abre al perder las cosas que más significan, una época bella, una compañía fiel y generosa, la sinceridad de una mirada.


Ceniza. No hay más. Ese lapso inane entre todo y nada. Ese vano previo a la incertidumbre de lo más certero. Volveremos juntos, si es que regresamos a nuestros orígenes, a corretear por la primavera, a lanzarte un palo, a jugar con lascas. Catorce años juntos. ¡Qué fugacidad! Quedaron muy tristes tu hueso y tu erizo, tu nombre y tus trapos, todos tus muñecos, todas tus costumbres. Lloró la jirafa.

(La Nueva España, 6-2-2013)

viernes, 1 de febrero de 2013

Llegaba muy temprano




Llegaba muy temprano
de mañana. Cuando los gallos y gallinas
alborotan los pueblos. La bicicleta
llena de artilugios: piedra esmeril,
diamante, hilo de plomo
y una siringa que sonaba a Galicia.
Remachaba las potas y los cazos,
y mientras afilaba, curriños
-nos decía- como a vida as chispas.

Recogía las monedas. Le daba a los pedales,
y cada vez más lejos:

cacerolas, cuchillos, cachivaches, navajas...!

© Aurelio González Ovies
El canto del mirlo