viernes, 2 de septiembre de 2011

Últimos días con veraneantes


                                           Bañugues

Dicen que van a llevarnos a la ciudad un día. Y que iremos a un restaurante bueno, donde comes de todo. Que tienen ascensor como el piso al que voy con mi madre a los Rayos, de esos como una jaula con la puerta de hierro y poleas y cables (ella se ahora sólo con pensar que quedamos colgados y encerrados y solos). Siempre dicen lo mismo cuando termina agosto. Siempre escriben su calle y el número de puerta y prometen volver antes de navidades. Siempre, pero seguramente ya nunca más vendrán como los de otros años y otros y otros.

Lo que más pena da es mirar los caminos por donde caminábamos y hacíamos las hogueras y encontrar en el suelo el hollín ya borrándose, sin apenas rescoldos. Lo que más entristece es la mar tan vacía, sin pandillas gritando ni familias comiendo, y esta luz que se apaga cada día más pronto. Lo que menos me gusta es verlos recoger su casa de verano y llenar las maletas con las toallas bajadas y desarmar las bicis y cargarlo en el coche y amontonarlo todo. Lo que nada me agrada es sentir el invierno, que es tan largo y tan duro, y me trae catarros y muchos sabañones y me huele penuria y a abandono.

Dicen que estudie mucho para el curso nuevo también lo apruebe todo. Y me dejan un libro con los nombres de pájaros que escucho a todas horas y un folleto de faros y tebeos, revistas y un montón de periódicos. Me juran que sus hijos me enviarán postales y que de vez en cuando llamarán por teléfono. Y eso sé que es mentira, porque aquí no hay teléfono más que en casa de Julia, en la panadería, y tendrían que llamar y pedir que me avisen y volver a llamarme y eso sé que es un rollo. Tal vez nunca me llamen, igual que los de otros veranos y otros y otros. 

Intentan convencerme de que un año no es nada, de que un año es muy corto. Pero a mí me parece que aquí un año es eterno, con el viento soplando a toda mecha y esas noches terribles con truenos que iluminan la pared de los cuartos y nos funden los plomos. Es tan fácil decirlo? Lo que más pena da es ir a despedirlos y observar cómo marchan con la ropa apilada sobre las ventanillas, las gafas de buceo, las aletas, el gorro?

 (La Nueva España,1-9-2011)