domingo, 19 de junio de 2011

Perfumes de la vida

                                    (Foto: Cecelia Webber)

Como la música y las fotografías, los olores nos trasportan en el tiempo, nos abren cajas, nos confitan años, nos hacen subir escaleras, nos encierran en habitáculos o nos obligan a saborear circunstancias y momentos que posiblemente no retornarán. La cal huele a verano, el agua de azahar huele a muerto. Los desvanes a simiente y a veneno. El carburo a pobreza. Las velas a desolación. Las tres carabelas -la Pinta, la Niña y la santa María- a enciclopedia. El miedo a franquismo, a practicante y a penicilina.

Los olores callan y sugieren tantas imágenes como las palabras. Las palabras huelen a origen, a pan blanco, a fuente, a deseo. Hay palabras que huelen como las rosas y palabras que punzan como espinas. Todo huele y duele si miramos atrás. Atrás huele a nada, a bóveda, a humedad, como la oscuridad y el olvido.

Las mañanas, cuando el aire era libre y puro, olían a eucalipto, como la enfermedad y la vejez y los hogares de aquellas personas angustiadas por la guerra, por la tuberculosis y por los males que atacaban al pulmón y los bronquios. A eucalipto, como los cuartos donde agonizaba algún cuerpo, con un manojo sobre la cabecera, bajo la indiferencia de los crucifijos. A escuela y a tiza, a pica de lápiz y ropa ahumada, a libreta y a botas de goma, a tinta y a pizarra y a brillantina.

Las caserías a levadura, a masera y a hule y a narvaso. A animales sumisos y a manzanas. Las caserías abrigaban, rodeadas de laureles y sabugos, una fragancia especial a tierra ácida, a leche recudida, a saco y estiércol, a perro abandonado.

Los atardeceres, aquellos atardeceres en los que nuestros nombres vibraban en boca de las madres, desprendían aliento a sartén y a tortilla francesa, a cebolla pasada con patatas nuevas, a lechuga tierna, a manjares silvestres, a torrijas, a tomates recién cogidos de la huerta, a litros de salud y de apetito. A luz lenta y armarios huérfanos, a hollín, a azúcar requemada. Los atardeceres, en general, a cocina, a fuego, a sed.

Los caminos poseían el perfume de la fruta y las bocanadas de la sombra, el amargor del verdín y la esencia, de vida, del barro. Despedían el rumor de la libertad, el incienso de la resina, el fragante dulzor del futuro.

El pasado huele a caléndulas y a madera. Los cementerios a nube y sueño. La juventud a lirio y a narciso. Mañana a limpio. Ayer a ceniza. Los rosarios a mayo. Las iglesias a consuelo. Febrero a frío y a nacimiento. Hay vivos que huelen a alcanfor y muertos que generan vida. Agosto a espiga. Julio a pérdida. En ocasiones es más puntual un olor que un instante. 
(La Voz de Asturias, 18/06/2011)