Había que rezar todas las noches.
Rezando pasé más de media vida. Miles de «padresnuestros» a la semana, cientos
de salves, credos y «avesmarías». Rezando entraba siempre en las iglesias,
cuyas frías paredes me hacían cárceles y pozos, y rezando quedaba luego
siempre, al salir, pecador, de cualquier confesión tras aquellas funestas
celosías. Unos días por haberme explorado tanto el cuerpo y haberme tanteado,
otras tardes por haber escondido el tabaco y la mecha detrás del paragüero de
la sacristía. Un domingo por llegar tarde a mi deber de hacer de monaguillo o
robar cuatro hostias de la bolsa que había con muchísimas. Otro lunes por no
dar buenas tardes al cura ni a los guardias o por ser un mirón en la hora del
recreo y espiar en el baño de las crías.
Recé noches enteras para espantar la guerra, pues los mayores estaban convencidos de que pronto vendría y arrasaría con todos y con todo y el mundo acabaría. Para que no se repitiera aquel diluvio que traía el catecismo y que salía en los cromos y en las enciclopedias y en los largos dictados de La Biblia, con una barca en medio del océano que cubría la tierra y un árbol casi hundido y rayos en el cielo y unas tristes jirafas que embarcaban y una ola gigante que rugía. Para que no parara ningún coche, en el trayecto a casa, y no me secuestraran o chuparan la sangre o me enterraran vivo en cualquier bocamina. Recé por si las moscas, por si por la mañana el maestro iba a estar de mala uva y sacarme a sumar a la pizarra o hacer una raíz o una división muy retorcida. Recé para evitarlo, para que al despertarme hubiera una nevada que impidiera salir, para que me dolieran la pierna o el estómago un poco de mentira.
Recé para que dios no llamara a los míos y me dejara huérfano como a todos los niños de todas las películas. Y para que los vándalos que empezaban entonces a explosionar los coches y matar a la gente quedaran en la cárcel, esposados y solos, comiendo pan y hormigas. Recé por el verdín en el pantalón nuevo, punteras de paraguas y botas descosidas. Y para que una vez, al menos una, me tocara algún premio en los chicles de «Koyak» o un «Tigretón» gratis o ganara jugando a las canicas. Recé, -perdón-, recé más que un coro de curas y muchas hermanitas.
Recé noches enteras para espantar la guerra, pues los mayores estaban convencidos de que pronto vendría y arrasaría con todos y con todo y el mundo acabaría. Para que no se repitiera aquel diluvio que traía el catecismo y que salía en los cromos y en las enciclopedias y en los largos dictados de La Biblia, con una barca en medio del océano que cubría la tierra y un árbol casi hundido y rayos en el cielo y unas tristes jirafas que embarcaban y una ola gigante que rugía. Para que no parara ningún coche, en el trayecto a casa, y no me secuestraran o chuparan la sangre o me enterraran vivo en cualquier bocamina. Recé por si las moscas, por si por la mañana el maestro iba a estar de mala uva y sacarme a sumar a la pizarra o hacer una raíz o una división muy retorcida. Recé para evitarlo, para que al despertarme hubiera una nevada que impidiera salir, para que me dolieran la pierna o el estómago un poco de mentira.
Recé para que dios no llamara a los míos y me dejara huérfano como a todos los niños de todas las películas. Y para que los vándalos que empezaban entonces a explosionar los coches y matar a la gente quedaran en la cárcel, esposados y solos, comiendo pan y hormigas. Recé por el verdín en el pantalón nuevo, punteras de paraguas y botas descosidas. Y para que una vez, al menos una, me tocara algún premio en los chicles de «Koyak» o un «Tigretón» gratis o ganara jugando a las canicas. Recé, -perdón-, recé más que un coro de curas y muchas hermanitas.
(La Nueva España, 1-02-2012)