Las honras fúnebres en el trimestre más lúgubre del año.
(AGO. Viodo. 1-8-2010)
Es tiempo de velorios. Aunque no
sea más que en mi memoria, es época de noches duraderas y frías. Desprende la
lavanda sus últimos suspiros. Alguien parte a lo lejos cañas de un eucalipto.
Alguien recoge ropa de un tendal amarrado de un cerezo a una viga. Oscurece de
pronto. Se dilata el silencio por entre las callejas. Se propaga un aroma a
cebolla y patatas. Tras las contraventanas se encienden las bombillas.
Dicen que esta estación tumba de siempre a muchos. Que este aire enloquece y
las personas frágiles decaen y se suicidan. Aunque no sea más que en mis
recuerdos, es un trimestre lúgubre: siempre voy con mi tía a la casa del
muerto. Me dan pavor las cruces, los crespones, la mesa del umbral donde
estampan la firma. Me aterroriza el cuarto donde descansa el féretro, su madera
tallada y el cristal que hay encima. Me espantan el somier, la cama desarmada,
la baldosa encerada, el armario apartado, la mesita. Me asustan el crucifijo
rígido, el siseo del rosario, el perfume a corona, a traje, a neftalina. Me dan
miedo los llantos que se escuchan a ratos cuando llegan amigos o gentes muy
queridas.
Intento hacerme el fuerte. Me quedo en el pasillo con los hombres que hablan
del ganado y la tierra. Cuando puedo me acerco hasta la estancia donde duerme
la caja y esa luz tan difunta de velas que crepitan. Miro por la rendija de la
puerta entreabierta. Un gigante respingo me recorre la carne. La viuda llora
tanto que a veces se desmaya. Piden agua de azahar. Y le frotan el pecho con
alcohol de romero. Le ponen en la frente paños y la reaniman.
Pasan con café negro y copas de coñac y vino de Sansón. Nos ofrecen rosquillas.
Cada vez llegan más. Y a la entrada repiten «mi más sentido pésame, qué pérdida
más grande. Te acompaño en el?». Es como un estribillo, como una letanía. Son
casi ya las dos de la mañana. Han contado unas cosas de desaparecidos, que a
ver quién llega a casa. Han hablado de historias tan horribles, que a ver quién
es capaz de no tener ahora pesadillas. No sé por qué me llaman los velorios. Si
el pánico es tan grande, no sé por qué pregunto, cuando nadie me lleva, si
lloraban a gritos o el cadáver estaba muy pálido y deforme. No entiendo: me
espeluzna la muerte y mirarla me chifla.
(La Nueva España, 27-9-2011)