En nada se parece la rapidez del hoy a la longitud de los viejos veranos.
Foto: Bañugues, verano 2010. AGO, en Tardes de cal viva
Verano eran las sábanas batiendo entre la tarde. Su blancura teñida de calor y azulete. Eran las largas siestas en los cuartos cerrados para guardar el fresco. Verano eran las fresas cogidas de la tierra con las natas que madre guardaba de la leche. Y los tiernos arvejos trepando por las varas. Y el jugo de las moras que nos hacía bigote. Y los porrones de agua, traídos de la fuente. Y los brazos pintados con las «calcamonías». Y el bocadillo tierno de chorizo «Pamplona». Y los prados segados con bálagos y gente. Y las rutas en bici, con visera y playeros. Y las veras repletas de malvas y cicutas. Y los lentos lagartos con su añil fluorescente.
Verano era el sabor de la ensalada rusa. Y el membrillo con queso que nos compraba Reme. Y las pipas saladas que me «ariaban» los labios. Y el heladero de Helio, que viene los domingos y que trae unos cortes de tres ricos sabores diferentes. Y la fragancia a sidra y a avellana y a pólvora de alguna romería de algún fin de semana. Y el volador que asusta a los perros dormidos. Y la orquesta que ensaya una canción que arrastra la fuerza del nordeste. Y las noches en calma, con chicharras y estrellas y torpes vacalorias en la luz que se enciende.
Verano era otra vida, o a mí me lo parece: los días luminosos, la conciencia impecable, la ilusión sin heridas, el cuerpo floreciente. Verano es, desde entonces, como un nunca a la vista. Verano es ayer siempre: un paisaje sencillo, los maíces medrando, los padres queridísimos, el amor a la casa, las casas baldeadas, con la cal muy reciente.
Fuente: La Nueva España (30/06/2011)