(Foto: Cecelia Webber)
Como la música y
las fotografías, los olores nos trasportan en el tiempo, nos abren cajas, nos
confitan años, nos hacen subir escaleras, nos encierran en habitáculos o nos
obligan a saborear circunstancias y momentos que posiblemente no retornarán. La
cal huele a verano, el agua de azahar huele a muerto. Los desvanes a simiente y
a veneno. El carburo a pobreza. Las velas a desolación. Las tres carabelas -la
Pinta, la Niña y la santa María- a enciclopedia. El miedo a franquismo, a
practicante y a penicilina.
Los olores
callan y sugieren tantas imágenes como las palabras. Las palabras huelen a
origen, a pan blanco, a fuente, a deseo. Hay palabras que huelen como las rosas
y palabras que punzan como espinas. Todo huele y duele si miramos atrás. Atrás
huele a nada, a bóveda, a humedad, como la oscuridad y el olvido.
Las mañanas,
cuando el aire era libre y puro, olían a eucalipto, como la enfermedad y la
vejez y los hogares de aquellas personas angustiadas por la guerra, por la
tuberculosis y por los males que atacaban al pulmón y los bronquios. A
eucalipto, como los cuartos donde agonizaba algún cuerpo, con un manojo sobre
la cabecera, bajo la indiferencia de los crucifijos. A escuela y a tiza, a pica
de lápiz y ropa ahumada, a libreta y a botas de goma, a tinta y a pizarra y a
brillantina.
Las caserías a
levadura, a masera y a hule y a narvaso. A animales sumisos y a manzanas. Las
caserías abrigaban, rodeadas de laureles y sabugos, una fragancia especial a
tierra ácida, a leche recudida, a saco y estiércol, a perro abandonado.
Los atardeceres,
aquellos atardeceres en los que nuestros nombres vibraban en boca de las
madres, desprendían aliento a sartén y a tortilla francesa, a cebolla pasada
con patatas nuevas, a lechuga tierna, a manjares silvestres, a torrijas, a tomates
recién cogidos de la huerta, a litros de salud y de apetito. A luz lenta y
armarios huérfanos, a hollín, a azúcar requemada. Los atardeceres, en general,
a cocina, a fuego, a sed.
Los caminos
poseían el perfume de la fruta y las bocanadas de la sombra, el amargor del
verdín y la esencia, de vida, del barro. Despedían el rumor de la libertad, el
incienso de la resina, el fragante dulzor del futuro.
El pasado huele
a caléndulas y a madera. Los cementerios a nube y sueño. La juventud a lirio y
a narciso. Mañana a limpio. Ayer a ceniza. Los rosarios a mayo. Las iglesias a
consuelo. Febrero a frío y a nacimiento. Hay vivos que huelen a alcanfor y
muertos que generan vida. Agosto a espiga. Julio a pérdida. En ocasiones es más
puntual un olor que un instante.
(La Voz de
Asturias, 18/06/2011)