miércoles, 4 de abril de 2012

Semana de calvario

Llegan días de Semana Santa, llenos de inevitables evocaciones de desánimo


Estrenábamos ropa los domingos de Ramos. Nos ponían sandalias, algún polo de moda y pantalones cortos para asistir a misa. Era como un avance del tiempo de verano. La iglesia se llenaba de familias enteras con palmas y laureles. El cura bendecía con cantos y oraciones. Y tras la eucaristía volvíamos a casa y unas cañas benditas las plantábamos: «Fuera sapos, fuera topos, fuera todo animal de perdición, que aquí os traigo el ramo de la bendición». Rezábamos, era Semana Santa y con cualquier excusa, con reconcomio y culpa, rezábamos.

Comida de vigilia, de domingo más sobrio, sin carne ni chorizo entre la sencillez de los garbanzos. Tarde de cumplimientos. Visita a los padrinos. Un beso y una rama, un pañuelo, unos puros, pastillas de jabón o un frasco de colonia, como todos los años.

Vacaciones muy cortas, pero días muy tristes, difusos y morados. Todo estaba prohibido, la vida se paraba. Era como una tregua de expiación y ayuno. En los televisores no se emitía nada y lo mismo en ninguna frecuencia de la radio. Eran como jornadas de contrición y muerte, de tristeza y pasión. Y las horas olían a cera y a pecado. Procesiones y angustia clavadas en el pecho. Iglesias en penumbra. Palabras que sonaban a luto y a calvario. Sensación de clausura, acidez de Cuaresma, salmos, plegarias lúgubres, Vía crucis, dolor, sermones y rosarios. Cirios lentos en templos y en altares. Respeto y hermetismo en torno a los sagrarios.

Leyendas de martirios que opacaban la luz de primeros de abril o últimos de marzo. Sufrimiento y traición. Imágenes cubiertas con crespones de duelo. Cadencia de susurros en los confesionarios. Abstinencia, opresión, espinas, cicatrices, resignación y sangre, violencia y homicidio, púlpitos que reprenden con resquemor e imperio, con retumbo de látigo.

Emergía en los hogares el único dulzor de aquellas fechas grises. Las madres nos hacían marañuelas y panes con harina y manteca y rallo de limón, muy tiernos y trenzados. Chapas entre los brazos y sobre sus cabezas con porciones de masa sin cocer todavía. En las panaderías los hornos trabajaban al rojo y a destajo. Escaparates llenos de bollos muy esbeltos, con merengue y escarcha y un pollito amarillo y crema y un penacho. Chocolates gigantes con formas de animales, de bólidos, de huevo, de jardín con palacio. Mas todo recordaba el fervor y la fe, todo sabía un poco a religión y a pena, a religión y a pánico.

(La Nueva España, 4-4-2012)